martes, octubre 10

Amanecer

El frío se había apoderado de cada fibra de mi cuerpo y aún así no me era posible pensar en otro lugar hacia donde dirigirme en ese momento. Me deslicé por la hierba mojada mientras me alejaba de quienes dormían aguardando el comienzo de un nuevo día -'qué afortunados' pensé por un instante- y ocultaba mis manos dentro de los bolsillos del polerón en un vano intento por protegerlas de la fresca brisa que ascendía desde la orilla de la laguna, colándose entre los sauces.
Mi paso por el muelle fue fugaz, ligero, silencioso, tanto como la luz que se proyectaba sobre las montañas y con que el sol anunciaba su llegada. Al arribar al final del malecón me senté y cerré los ojos para adivinar el movimiento del agua y de los peces reaccionando ante el calor de una nueva mañana. A mi alrededor se respiraba tranquilidad y ni siquiera el sol -que ya veía reflejada su luz sobre la laguna- parecía capaz de (co)romper ese estado.
Fue en ese instante que la verdad me golpeó tan duro que me llevó hasta las lágrimas. Mientras pensaba en la noche anterior, en la jarana y en el camino que me había llevado a sentarme junto al agua me di cuenta de lo solo que estaba. No era tranquilidad lo que respiraba, sino soledad y lágrimas.
Estaba pensando nuevamente en ella...
...y nuevamente ella no estaba ahí.

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