Inquieto, Pablo se detuvo a contemplar su "obra". Bajo su pie mantenía aprisionado el frágil cuello de Andrés, cosa de mantenerse erguido cuan alto era para disfrutar aún más del rostro humillado del joven que yacía en el suelo, su sonrisa alguna vez altiva desplazada por indescifrables gemidos de súplica. Mientras el juicio volvía a la cabeza de Pablo pudo ver el desordenado cabello rubio de Daniela moviéndose entre la anónima multitud, como si esperase para juzgar sus actos.
No fueron pocas las ocasiones en que el joven de rostro pálido y largo cabello negro se dejó invadir por la ira ante los actos de Andrés. Sin embargo, la voz de Daniela siempre se hacía presente para recordarle que aquello no valía la pena, que por más golpes que lanzara no encontraría alivio para su alma agraviada.
La ternura del rostro infantil de la muchacha entregaba a Pablo el consuelo necesario para soportar las constantes humillaciones provenientes de la lengua maliciosa de Andrés -la misma que no hacía más que enredarse en su boca ahora que estaba tan cerca del suelo-. El ver a Daniela consumida por la tristeza a causa de las acciones de aquel hombre que él tanto despreciaba obligó a Pablo a cuestionarse todo lo que la joven le había enseñado, dejándolo sin fuerzas para sobrellevar su rabia. Se sentía engañado al ver que las lágrimas de la chica cobraban de pronto el valor que no tenían sus violentos deseos.
Mientras Daniela se deshacía por la irrefrenable tristeza, Pablo dejó que el odio lo llevara hasta la sonrisa maldita de Andrés. Esta vez nada detendría su anhelo de terminar con las burlas de quien se había convertido en su némesis, ya que la única voz capaz de controlar su ira era silenciada por el llanto. Bastó apenas un empujón para que Andrés de desmoronara, cayendo de bruces sobre las baldosas negras del lugar entre las risas de unos y los gemidos reprobatorios de otros. Varias manos se aprestaron a contener al agresor; sin embargo, Pablo se mantuvo impertérrito en espera de la respuesta de quien comenzaba a levantarse del suelo, en espera de otra razón para atacarlo.
La desmañada burla que escapó de los labios de Andrés pudo ser igualada en su inconsistencia sólo por el débil golpe que lanzó a Pablo, incapaz siquiera de moverlo. Mientras un nuevo golpe se acercaba a Pablo -que había comenzado a reír-, Daniela se deslizó a sus espaldas demandando que lo soltaran y luego alzó la mirada hacia el joven. Los ojos esmeralda de la muchacha habían perdido su acostumbrada ternura, siendo invadidos por una cautivante mezcla de rabia y venganza.
Un nuevo golpe azotó el pecho de Pablo, distrayendo su mirada y desatando su ira. Segundos después Andrés caía nuevamente al suelo, esta vez con el rostro ensangrentado y gimoteando de dolor, lo que pareció no satisfacer a Pablo que no tuvo consideración en patearlo mientras se mantenía inerte en el suelo. Ante los mudos testigos que les rodeaban Pablo puso su bota sobre el cuello de Andrés, riendo descontroladamente al tiempo que encedia un cigarrillo.
Daniela abrazó suavemente a Pablo, deslizando sus pequeñas manos por los tensos brazos del joven. El tono apesadumbrado había abandonado su voz cuando le susurró a Pablo 'Ya podemos irnos' y tomó su brazo para caminar luego hacia la escalera que conducía a la salida.
No habían dado más que unos pasos cuando a sus espaldas resonó la voz de Andrés, carente de la seguridad habitual. 'Qué pareja más irrisoria. Realmente son el uno para el otro,' dijo poniéndose de pie con dificultad mientras limpiaba las lágrimas y parte de la sangre que colmaban su rostro. Las risas invadieron el lugar cuando Andrés se desplomó por tercera vez, y es que en esta ocasión el golpe provino de las delicadas manos de Daniela.
Mientras se alejaban con las manos entrelazadas la rubia cabeza de Daniela se acercó a Pablo para descansar sobre su hombro. No sólo un demonio había caído derrotado, ya que la bestia que volvía a llorar y sangrar en el suelo fue acompañada por el colérico monstruo que por tanto tiempo habitó en el alma de Pablo.
Para Daniela y Pablo ya no habrían más humillaciones ni odios. Al fin ellos podían amarse.
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