La mañana recién ha comenzado, pero en mi corazón deseo que termine de una vez llevándose consigo el dolor. Ha pasado casi un año y aún me resulta difícil caminar por los pasillos del campus, como si cada paso fuera una nota más en la canción infinita que me habla de ti. Bajo la escalera en dirección al patio, pero me resulta abrumador ver al pequeño perro que alguna vez te siguió hasta aquí sentado en el asfalto, con su pelaje opacado por tu ausencia. Sospecho que al igual que yo, el pequeño quiltro negro puede sentir que por más que la universidad siga funcionando hay algo que no está bien, algo que falta, algo más importante que pruebas o clases.
Por meses he pensado en algo que me ayude a escapar de mis sentimientos, dejando atrás la angustia que me invade, y es que en algún rincón de mi entristecida alma sigo creyendo que es posible retomar la vida donde quedó. En innumerables ocasiones me he sentado en el patio a escribir -en aquel lugar donde solíamos pasar horas riendo-, pero las constantes interrupciones no me dejan avanzar más que una o dos líneas. Incluso han habido días en que me he quedado inmóvil, sin siquiera posar el lápiz sobre el papel, tan solo observando el trabajo previo como si en éste estuviese la clave para volver atrás, para que las cosas volviesen a su lugar, para que tú volvieses junto a mí. Finalmente he logrado terminar y corregir estas palabras, tras consumirme en el dolor y el humo de miles de cigarrrillos.
Bien sabes que ésa siempre ha sido mi forma de hacer las cosas, callar y cargar en silencio con mis heridas hasta que llegue el momento más adecuado para dejarlas sanar. Pero en mi corta vida nunca he sentido un sufrimiento más grande que éste que me has dejado, y creo que nada de lo que siga podría ser peor. Para ser honesto no guardo grandes esperanzas, en especial al sentir que en mi cabeza seguirá atormentándome tu recuerdo. Sin importar el dolor que he sentido he dejado que las imágenes me invadan una y otra vez, todo para poder contarte esta historia que bien sabes nos pertenece a ambos, que por más que ya no estés conmigo fue escrita por dos.
Aquella tarde de noviembre se había presentado con una fuerza tal que parecía liberarnos del terrible peso que sobre nosotros traía un nuevo fin de semestre. Bastaba con la simpleza de un hermoso cielo despejado y la fresca brisa de primavera para que quienes estábamos presentes en el patio nos sintiésemos invadidos por una extraña alegría, como si en la belleza de aquel día nos fuese posible encontrar el descanso necesario ante el ajetreo propio de la vida universitaria. Incluso los profesores -tantas veces idolatrados, tantas veces odiados- daban claras muestras de amabilidad y comprensión tan ajenas a la mayor parte de ellos. Era tan generalizado el relajo, que a nadie escandalizó ver a una de las profesoras más jóvenes abandonando la fria seriedad del aula para hacer sus clases en el patio, sentada desvergonzadamente entre sus alumnos mientras jugueteaba con una flor.
Entraste a la sala con la tardanza acostumbrada. En cuanto te vi junto a la puerta me vi agobiado por sentimientos que por tanto tiempo cuestioné, considerándolos reprochables ante la amistad que en apenas dos años de conocernos y ante numerosas adversidades habíamos logrado forjar. Estabas radiante, como si la primavera hubiese decidido tomar tu breve cuerpo para manifestarse en todo su esplendor. Era aquel instante mágico que muchos de los hombres de la carrera esperábamos, el momento en que la naturalidad y simpleza de tu beldad confirmaba ser infinitamente superior a la de nuestras compañeras más deseadas, esas de blondas cabelleras y destellantes ojos claros, disfrazadas tras costosas ropas y soberbia presencia. Tú, con tus seductores ojos negros, con tu piel morena y tersa, con tu cuerpo menudo y perfecto, con tu largo cabello oscuro, tú eras ante los ojos de todos la más hermosa.
Cuánto deseé decirte en ese instante lo cautivado que me sentí al posar mis ojos sobre ti mientras recorrías la sala, cuán hipnotizado estaba al ver tu pelo cayendo por vez primera libre sobre tu espalda. Más que nunca te sentí mujer, te sentí inundando todo mi ser y aún así no me atreví a pronunciar palabra alguna. Bastaron unos segundos para que me enseñaras lo torpes que eran mis cuestionamientos y lo innecesario de la voz cuando se trata del amor, y es que nada me preocupó cuando frente a todos -sin importarte nada ni nadie- tomaste mi mano y me diste el apasionado beso que por tanto tiempo anhele en el más oscuro silencio.
Ninguna boca se atrevió a interrumpirnos en ese instante, aquel momento tan nuestro y que tanto deseaba eternizar, y es que sé que no éramos los únicos dentro de la sala que esperábamos que llegásemos a esa situación. Ver tus ojos tras nuestro beso fue comprender de una vez que de nada me servía acallar lo que sentía -y siento- por ti, que no podía seguir mintiéndome, mintiéndote. A nuestro alrededor todo continuaba en silencio, sin miradas de reproche, sin manifestaciones de alegría, envidia o tristeza, como si el mundo se hubiese detenido tan sólo a contemplarnos.
La clase continuó tras algunos minutos que parecieron infinitos, pero no había en mí deseos de prestar atención más que a nuestras manos -que se habían aferrada la una a la otra debajo de la mesa-, a tus ojos observándome como si nada más hubiera en ese reducido espacio, a tu pelo agitándose ligeramente por el suave aire que se colaba por la ventana. Quería que el reloj avanzara más rápido, quería salir de ahí, huir contigo, besarte. Quería gritar que te amaba.
Disfruté tanto cuando el profesor terminó la clase, dándonos el clásico sermón previo a los exámenes, guardé rápido mis cosas pero me detuviste, te levantaste sin prisa alguna y comenzaste a caminar sin soltar mi mano. Recién ahora puedo comprender cuánto querías aprevechar esos instantes para estar conmigo, pausando todos los impulsos que ambos habíamos reprimido por tanto tiempo. Al llegar a aquel lugar donde solíamos reunirnos cada día -y donde hoy termino de escribir estas palabras- pude notar las miradas constantes y los cuchicheos, provenientes no sólo de nuestros compañeros sino de gran parte de los presentes. Sentirte sentada a mi lado como acostumbrábamos no era lo mismo aquel día, y es que esta vez estabas conmigo, convirtiéndote en parte de mí. Y allí nos quedamos mientras el sol seguía su rutinario paso por el cielo de la ciudad, abrazados en completo silencio.
Cuando el cielo comenzaba a oscurecerse salí bruscamente de mi ensoñación. Te levantaste sin aviso alguno, dejándome impávido y sin poder pronunciar aunque fuese una palabra que te detuviese. Al verme así te agachaste, me besaste y me dijiste que no me preocupara, para luego desvanecerte tras la puerta del baño de mujeres. En tu ausencia pensé en el tiempo que vimos perdido, en las cosas que deseaba hacer ahora que por fin estábamos juntos, tantas cosas que parecía imposible hacerlas en una vida. Quizás pensaste lo mismo.
Los minutos pasaban y no volvías a mí. En cuanto oí los gritos que salían del baño me apresuré, invadido por una angustiosa sensación que deseaba estuviese muy alejada de la realidad. No sabes cuánto me dolió entrar a ese lugar, verte tirada sobre las baldosas junto a una decena de pastillas, escuchar los gritos desesperados que se repetían en el patio.
Por meses he pensado en algo que me ayude a escapar de mis sentimientos, dejando atrás la angustia que me invade, y es que en algún rincón de mi entristecida alma sigo creyendo que es posible retomar la vida donde quedó. En innumerables ocasiones me he sentado en el patio a escribir -en aquel lugar donde solíamos pasar horas riendo-, pero las constantes interrupciones no me dejan avanzar más que una o dos líneas. Incluso han habido días en que me he quedado inmóvil, sin siquiera posar el lápiz sobre el papel, tan solo observando el trabajo previo como si en éste estuviese la clave para volver atrás, para que las cosas volviesen a su lugar, para que tú volvieses junto a mí. Finalmente he logrado terminar y corregir estas palabras, tras consumirme en el dolor y el humo de miles de cigarrrillos.
Bien sabes que ésa siempre ha sido mi forma de hacer las cosas, callar y cargar en silencio con mis heridas hasta que llegue el momento más adecuado para dejarlas sanar. Pero en mi corta vida nunca he sentido un sufrimiento más grande que éste que me has dejado, y creo que nada de lo que siga podría ser peor. Para ser honesto no guardo grandes esperanzas, en especial al sentir que en mi cabeza seguirá atormentándome tu recuerdo. Sin importar el dolor que he sentido he dejado que las imágenes me invadan una y otra vez, todo para poder contarte esta historia que bien sabes nos pertenece a ambos, que por más que ya no estés conmigo fue escrita por dos.
Aquella tarde de noviembre se había presentado con una fuerza tal que parecía liberarnos del terrible peso que sobre nosotros traía un nuevo fin de semestre. Bastaba con la simpleza de un hermoso cielo despejado y la fresca brisa de primavera para que quienes estábamos presentes en el patio nos sintiésemos invadidos por una extraña alegría, como si en la belleza de aquel día nos fuese posible encontrar el descanso necesario ante el ajetreo propio de la vida universitaria. Incluso los profesores -tantas veces idolatrados, tantas veces odiados- daban claras muestras de amabilidad y comprensión tan ajenas a la mayor parte de ellos. Era tan generalizado el relajo, que a nadie escandalizó ver a una de las profesoras más jóvenes abandonando la fria seriedad del aula para hacer sus clases en el patio, sentada desvergonzadamente entre sus alumnos mientras jugueteaba con una flor.
Entraste a la sala con la tardanza acostumbrada. En cuanto te vi junto a la puerta me vi agobiado por sentimientos que por tanto tiempo cuestioné, considerándolos reprochables ante la amistad que en apenas dos años de conocernos y ante numerosas adversidades habíamos logrado forjar. Estabas radiante, como si la primavera hubiese decidido tomar tu breve cuerpo para manifestarse en todo su esplendor. Era aquel instante mágico que muchos de los hombres de la carrera esperábamos, el momento en que la naturalidad y simpleza de tu beldad confirmaba ser infinitamente superior a la de nuestras compañeras más deseadas, esas de blondas cabelleras y destellantes ojos claros, disfrazadas tras costosas ropas y soberbia presencia. Tú, con tus seductores ojos negros, con tu piel morena y tersa, con tu cuerpo menudo y perfecto, con tu largo cabello oscuro, tú eras ante los ojos de todos la más hermosa.
Cuánto deseé decirte en ese instante lo cautivado que me sentí al posar mis ojos sobre ti mientras recorrías la sala, cuán hipnotizado estaba al ver tu pelo cayendo por vez primera libre sobre tu espalda. Más que nunca te sentí mujer, te sentí inundando todo mi ser y aún así no me atreví a pronunciar palabra alguna. Bastaron unos segundos para que me enseñaras lo torpes que eran mis cuestionamientos y lo innecesario de la voz cuando se trata del amor, y es que nada me preocupó cuando frente a todos -sin importarte nada ni nadie- tomaste mi mano y me diste el apasionado beso que por tanto tiempo anhele en el más oscuro silencio.
Ninguna boca se atrevió a interrumpirnos en ese instante, aquel momento tan nuestro y que tanto deseaba eternizar, y es que sé que no éramos los únicos dentro de la sala que esperábamos que llegásemos a esa situación. Ver tus ojos tras nuestro beso fue comprender de una vez que de nada me servía acallar lo que sentía -y siento- por ti, que no podía seguir mintiéndome, mintiéndote. A nuestro alrededor todo continuaba en silencio, sin miradas de reproche, sin manifestaciones de alegría, envidia o tristeza, como si el mundo se hubiese detenido tan sólo a contemplarnos.
La clase continuó tras algunos minutos que parecieron infinitos, pero no había en mí deseos de prestar atención más que a nuestras manos -que se habían aferrada la una a la otra debajo de la mesa-, a tus ojos observándome como si nada más hubiera en ese reducido espacio, a tu pelo agitándose ligeramente por el suave aire que se colaba por la ventana. Quería que el reloj avanzara más rápido, quería salir de ahí, huir contigo, besarte. Quería gritar que te amaba.
Disfruté tanto cuando el profesor terminó la clase, dándonos el clásico sermón previo a los exámenes, guardé rápido mis cosas pero me detuviste, te levantaste sin prisa alguna y comenzaste a caminar sin soltar mi mano. Recién ahora puedo comprender cuánto querías aprevechar esos instantes para estar conmigo, pausando todos los impulsos que ambos habíamos reprimido por tanto tiempo. Al llegar a aquel lugar donde solíamos reunirnos cada día -y donde hoy termino de escribir estas palabras- pude notar las miradas constantes y los cuchicheos, provenientes no sólo de nuestros compañeros sino de gran parte de los presentes. Sentirte sentada a mi lado como acostumbrábamos no era lo mismo aquel día, y es que esta vez estabas conmigo, convirtiéndote en parte de mí. Y allí nos quedamos mientras el sol seguía su rutinario paso por el cielo de la ciudad, abrazados en completo silencio.
Cuando el cielo comenzaba a oscurecerse salí bruscamente de mi ensoñación. Te levantaste sin aviso alguno, dejándome impávido y sin poder pronunciar aunque fuese una palabra que te detuviese. Al verme así te agachaste, me besaste y me dijiste que no me preocupara, para luego desvanecerte tras la puerta del baño de mujeres. En tu ausencia pensé en el tiempo que vimos perdido, en las cosas que deseaba hacer ahora que por fin estábamos juntos, tantas cosas que parecía imposible hacerlas en una vida. Quizás pensaste lo mismo.
Los minutos pasaban y no volvías a mí. En cuanto oí los gritos que salían del baño me apresuré, invadido por una angustiosa sensación que deseaba estuviese muy alejada de la realidad. No sabes cuánto me dolió entrar a ese lugar, verte tirada sobre las baldosas junto a una decena de pastillas, escuchar los gritos desesperados que se repetían en el patio.
Las lágrimas comenzaron a quemarme las mejillas mientras intentaba reanimarte. Sin darme cuenta te acompañaba dentro de una ambulancia, esperando que abrieras los ojos y me dijeras que todo estaba bien. Una puerta me detuvo mientras te ingresaban a un triste pabellón, y recién ahí tuve tiempo para asumir lo que ocurría. Tu mochila resbaló entre mis manos, dejando escapar un pequeño cuaderno adornado con fotos de ambos que no dudé en levantar. Bastó con hojearlo para entender todo lo que ocurría.
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Tus padres llegaron minutos más tarde, demasiado tarde quizás. Una enfermera me apuntó mientras hablaba con ellos -lo que menos quería era enfrentar a ese hombre que tanto daño te había hecho-, pero la abrupta salida de un doctor era más importante que cualquier cosa. Su mirada parecía decirlo todo, haciendo innecesarios todos los ridículos tecnicismos con esos tipos suelen adornar todo su discurso.
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Durante la noche comenzó a llover. Mi teléfono no paraba de sonar y de nada me serviría contestarlo, las palabras no salían de mi boca. El corazón me pesaba demasiado, por lo que no tardé en desmoronarme por el dolor, la rabia, la desesperación. Me dejaste en un hermoso día de primavera, tan hermoso que no dudó en llorarte en cuanto partiste.
Vi a mucha gente en tu funeral, personas que no te conocían y estaban ahí por cumplir, chicas que morían de envidia ante tu presencia y se desgarraban en lágrimas tan falsas como su belleza. Sin embargo, la presencia que más me dolía era la de tu padre. Cuando terminó la ceremonia no dudé en acercarme y descargar todo el sufrimiento que en mí habías legado, culpándolo de tu muerte. Cuando terminé de gritarle se alejó sin siquiera dejar escapar una lágrima, pero al menos todos sabían ahora la verdad de tu partida.
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Un año ya y tus fotos aún adornan el diario mural que armamos juntos en el patio, pero nadie habla de ti. Cada vez que alguien se acerca a él siento que las miradas se clavan en mí, como buscando respuestas, y la verdad es que no hay preguntas que puedan hacerse. A veces lloro cuando te recuerdo, aunque sé que prefieres que en mi memoria estén las cosas buenas que pasamos juntos. Te extraño y en ocasiones no sé cómo seguiré adelante sin ti, pero es justo en los momentos más oscuros que vienes a mí, sonriendo mientras me ayudas a levantarme.
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Hoy en la tarde iré a dejarte esta carta y esas flores que tanto te gustan. Prometo no llorar.
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PS: Éste es el remake de un cuento escrito hace cerca de seis meses. Lo encontré por ahí, así que lo corregí un poco para subirlo.