jueves, noviembre 30

Una crudeza que no puedo dejar de envidiar está presente en las temáticas -y el tratamiento de estás- de Edgar Alan Poe. Es por eso que ante mi falta de inspiración y de tiempo por los eventos que se aproximan con cada vez más problemas para realizarse, he decidido reproducir un cuento muy especial que me hizo llegar una amiga. En él encontrarán más que un cuervo parado en el dintel de la puerta diciendo "no más" (entendible para quienes han visto 'La casita del horror' de Los Simpsons). Los dejo con el cuento llamado...
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Berenice
Dicebant mihi sodales,
si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquantulum fore levatas. Ebnaiat
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La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido. Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia. Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón. En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia. Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice. Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes. Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación. Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación. Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación. Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal. En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio. Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice. ¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro. La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto! El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón. Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro. Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era? En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas? Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía. Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.

Edgar Alan Poe
(Traducción de Julio Cortázar)

lunes, noviembre 27

Esperando un cielo estrellado

El teléfono suena nuevamente. He perdido ya la cuenta de cuantas veces lo he oído durante la tarde, cuantas veces lo he contestado sólo por cortesía. 'Feliz cumpleaños,' grita alegremente la voz del otro lado de la línea, pero sin importar la fuerza con la que lo diga no es la persona a quien espero escuchar.
La tarde se va consumiendo entre cigarrillos y esperanzas, en el angustiante deseo de volver a escuchar aquella voz que me hace temblar, que me lleva a momentos pasados en que todo parecía más simple y nada importaba más que estar juntos, mirando el cielo por horas para regalarnos las mismas estrellas de siempre (Aldebarán siempre brilló con más fuerza a tu lado).
Necesito ser oído, pero nadie parece interesado en saber que a pesar de las visitas, las llamadas, los correos no puedo sentir alegría alguna mientras no sepa de ti. Por un momento me siento egoísta por mostrarme despreocupado ante la infinidad de frases clichés -'que sean muchos más', 'te estás poniendo más viejo', 'espero que madurez un poquito'-, aunque este e mi día y no tengo necesidad de interesarme en algo más que nuestros recuerdos juntos.
El teléfono vuelve a sonar y esta vez me niego a responder. Ya no quiero oír más saludos, no quiero saber que no eres tú. Dejo la habitación mientras se oye un nuevo llamado y camino hacia el balcón deseando que la fresca brisa de la tarde aleje esta angustia que ha venido a invadirme, que en la infinitud del horizonte pueda olvidar que mañana el sol golpeará sin compasión sobre las arenas de la soledad.
Al oír el timbre pienso dos veces antes de caminar hacia la puerta, sin pensar siquiera en el visitante inesperado que espera tras ella trayendo más palabras que resultan vacías en este momento. Sobre la mesa reposa una botella de vino que alguien dejó como regalo tras robarme un abrazo inerte. No puedo recordar las manos que la trajeron, pero de seguro abandonaron el lugar sin notar mi tristeza.
'Feliz cumpleaños,' pronuncía la dulce voz desde el umbral.
Mis ojos se nublan mientras te acercas y no puedo (ni quiero) evitar ser atrapado entre tus brazos, aquellos que han sabido acogerme con pasión en buenos y malos momentos. Una lágrima se escapa reflejando el tono crisol del atardecer y ante mí tengo a la única persona que es capaz de verla, de sentirla deslizarse por mi mejilla sin necesidad de abrir sus ojos.
'¿Estás bien, negrito?' preguntas preocupada.
'Pensé que no vendrías...'
La tristeza se ha desvanecido. Ahora me preparo a ver las estrellas junto a ti...
(Dedicado a una persona que me ha aguantado demasiados años. Te quiero un montón).

domingo, noviembre 19

De vuelta a la (ir)realidad

He demorado más de lo que quisiera en terminarlos, pero ya están listos y publicados los cuentos que mi querida Josefina Herborn me pidió que escribiera para soltar mi creatividad hacia otras temáticas, otros estilos. Aún no recibo respuesta de su evaluación, pero al menos por mi parte no me siento bien con mi trabajo.
Han sido semanas en que he querido contar tantas cosas, expresar tantas emociones que me han invadido. A pesar de la ira, el miedo, la ansiedad, la tristeza o la alegría otra ha sido la prioridad y me he sometido a ella. Liberado ahora me apresto nuevamente a escribir (o describir) sobre el mundo que invade mi mente con cada paso que doy.
Incluso en el momento en que escribo sobre este regreso no son pocas las historias que se tejen en mi mente atribulada, buscando escapar de ella para mostrar esa parte de mí que suele ocultarse hasta desaparecer. Pronto estarán también aquí, esperando que alguien (o nadie) las lea.
Josefina, querida amiga, ha llegado el momento de volver a la realidad, a mí realidad.

Transantiasco

Ya se ha vuelto costumbre no darnos cuenta cuando somos los únicos que siguen tomando en algún carrete. Claro que el problema no es que nos pongamos jugosos y dejemos la cagá, sino volver a casa. Esa hueá de enfrentar al micrero, el sol, el alcohol que transpiramos y quizás más de un reto en la casa. El cumpleaños de Pancho no fue ninguna excepción, así que de nuevo estábamos caminando por la Alameda en busca de un quiosco o al menos un carrito de sopaipillas para calmar la fiesta que nos empezó en la guata.
Tras varias cuadras -que incluyeron a unos gringos madrugadores tomándonos fotos frente a la Moneda por andar con la cara de "chilean pisco's tipical hang over"- no queda más que apertrecharnos con la plata que nos quedó de la noche en algún boliche del terminal de buses que está al lado de la norte-sur y luego tomar la micro esperando no quedarnos dormidos en el intento, como la semana pasada.
Teniendo ya unas papas fritas, agua mineral, los lentes oscuros puestos, chicle y cigarrillo en un tonto intento por disimular el hedor a alcohol, nos disponemos a abordar el Transantiago para llegar a nuestras respectivas casas a dormir la mona (estamos como para uno de los comerciales de Zamorano).
Como buen domingo la micro se demora una hora en pasar, pero al menos ya estamos más despiertos y hay asientos desocupados apenas subimos, aunque son los que miran para atrás así que es de esperar que ninguno de los dos se maree porque ya botamos la bolsa de papas y no sería grato agregar un olorcillo más a los que ya cargamos, que por sí solos son capaces de alejar a los pasajeros hacia el fondo del bus.
El primer escollo que debemos superar es el lomo de toro que está pasando la Estación Central, recuerdo de cuando Trivelli andaba arreglando la Alameda en tiempo record. Mi cabezaso contra el vidrio no es nada comparado con tu espectacular caída, que provocó risas en el grupo de minas que estaban de pie frente a nosotros. Al menos nos da la posibilidad de hacernos los lindos y flirtear un poco con ellas, pero el romance se acaba cuando se bajan en Las Rejas.
Cuando el gusano gigante acelera por Pajaritos se hace evidente que el agua mineral no es suficiente para evitar sentir como el horrible calor veraniego está fermentando aún más la diversidad etílica que consumimos. Por un momento te oigo murmurar 'No tomo tequila nunca más' (típica promesa de curao), pero eso sólo será hasta el próximo viernes en el cumpleaños de la Ale. Además no creo que haya sido el tequila lo que nos cayó mal, sino el "terrorista" (vodka+ron+granadina) que siempre nos cae como molotov en la guata.
La verdad es que fuera de nuestro estado el viaje era bastante tranquilo, al menos hasta escuchar una voz demasiado familiar que armaba gran escándalo. Con tanto ruido no te es posible mantenerte dormido para pasar piola, así que sales de la burbuja etílica y levantas la cabeza para encontrar la mirada de tu suegra fija en ti. Se me pasa por la cabeza reír, pero sus ojos ahora me están escaneando y siento ese miedo que te da cuando te gruñe un rottweiler.
'Una se levanta temprano para ir a misa mientras el parcito vuelve apenas a la casa,' grita para avergonzarnos frente a toda la micro. '¿Pagaron escolar también?'
'Tía, no grite tanto por fa,' le digo en voz baja. 'Me duele la cabeza.'
'Es que era el cumpleaños del Pancho,' repones. 'Además a su hija no le molesta... mientras no sea escándaloso.'
Luego de ver que no estábamos tan mal, ella y sus amigas se van al fondo de la micro cagadas de la risa. Después de todo, siempre ha sido buena para huearte la vieja, pero te quiere caleta y se preocupa porque no le des mal ejemplo a la Vale. Además, no te podía tratar de otra forma si andaba con las viejas mamonas de la iglesia. Aunque claro, como es costumbre vuelves a dormitar como si nada hubiese pasado mientras yo tengo que esforzarme por quitarme lo rojo de la cara.
Llegando a la plaza te tengo que despertar porque tu suegra se baja y quiere despedirse de algo más que un bulto, y tampoco falta mucho para que nosotros nos bajemos luego de una nueva odisea de domingo. La próxima semana debería ser más relajado porque la Vale y la Dani van a andar con nosotros, pero no debo hacerme esperanzas con lo bipolares que son esas dos.
Cuando nos bajamos tratamos de hacerlo con el menor esfuerzo posible e intentando disimular que venimos "on the ball", pero por tratar de ayudarte cuando te tropiezas con la vereda termino chocando contra el paradero sacando risas de los que aún venían en la micro. Al menos ya estamos en el pasaje y nos esperan nuestras casas.

El Mariachi (La Balada del Piscolero)

Nunca he entendido el gusto suicida por el alcohol que invade a mis amigos cuando les va mal con sus relaciones; sin embargo, en cuanto se supo que la Isa había dejado al Emilio terminé acompañándolos al bar acostumbrado, tomando las cantidades de chela acostumbradas y diciendo las frases cliché acostumbradas. Aunque debo reconocer que en el momento en que llegaron las piscolas a la mesa comencé a preocuparme, en especial porque el Emilio no está acostumbrado a tomar tanto. Cuando salimos del bar algunos apenas podían mantenerse en pie, por lo que la decisión más correcta era irnos a la casa del Emilio -vive cerca y solo- para que ellos descansaran y el resto siguiera tomando hasta quedar igual de piojos. Pero me resultó extraño que no cortáramos camino por la plaza, sino que siguiéramos por la misma calle, que era un camino de 2 cuadras más. Al llegar a la esquina de la panadería me di cuenta porqué carajo el Emilio se vino por acá. '¡Traigánme la guitarra, que vamos a cantar, hermano!' gritó. A tres casas de la panadería vive la prima de la Isa y era su auto el que estaba estacionado, así que Emilio le sacó la guitarra al Suso llavando consigo a los que estaban "on the ball" y dejándonos al Lechuga (el vegetariano del grupo) y a mí cuidando a los malena. No sé cómo mierda le daba la precisión para tocar un punteo, pero de un momento a otro tenía incluso al dueño de la panadería cantando "Y volveré". '¡Isa! ¡Y volveré! ¡A tus brazos caeré! ¡Las estrellas brillarán! ¡¡Nuestro amor renacerá!!' La Isa salió llorando de la casa, aunque para mi sorpresa se veía ilusionada con la performance del Emilio y el coro de "ebrios cantores de Viena". El colmo del jugo llegó con la canción de amor clásica de teleserie noventera del 13, esa que decía "...bésame, hipnotízame..." y que todos demostraron saberse de memoria (mamones). Cuando terminaron la serenata el Emilio le devolvió la guitarra al Suso y aguardó a la Isa, que se le acercaba aún con lágrimas en los ojos. Todo iba como en las películas, la Isa se lanzó a los brazos del Emilio y le dio un beso igual de mamón que el show, pero... '¿Emilio? ¿qué te pasa?' Era como si las piscolas hubiesen empezado un carrete en la guata del Emilio y quisieran hacérselo saber a todos. Con su cara con un llamativo tono verde palta, el Emilio sólo atinó a hacer un lado a la Isa antes de ponerse a vomitar. La Isa volvió a llorar, pero de rabia y entró a la casa de su prima mientras nosotros -sin saber si reír o lamentarnos- simplemente tomamos en silencio a nuestro amigo mariachi y lo llevamos a su casa.

sábado, noviembre 18

Pierde paga













'Oye, tú quisiste jugar. ¿Te estás arrepintiendo ya?'
Al parecer mi comentario no te hizo mucha gracia, ya que de inmediato empezaste a temblar botando la tiza sobre la mesa. Nunca has sido muy bueno para aguantar comentarios durante un juego, no quisiste escuchar cuando traté de enseñarte. Supongo que preferías el silencio para poder concentrarte en darle con precisión a la bola.
'No, no me arrepiento,' contestaste secándote la frente. 'Mira bien, te puedo ganar con un tiro.'
Por fin pude ver porqué quisiste jugar "Bola 9". No importa cuán efectivo seas con el taco si todo se define sólo con una bola, y en mi vano intento por lograr que equivoques tu tiro tras sacarme un pillo te di la posibilidad de vencerme apenas rozando la 9 con la 8, ni siquiera me había dado cuenta. Con esto podrías ganarme por primera vez.
'¿Sabes cuál es tu problema? Te pones tan nervioso que te sudan demasiado las manos y el taco se desliza más rápido.'
'No te voy a escuchar... es para que falle.'
'Bueno, has lo que quieras.'
Como estaba predicho, el taco tembló en tus manos y le diste demasiado fuerte a la 8. Ninguna de las bolas entró en alguna buchaca, pero sí quedaron cerca de las esquinas. Por un momento estuviste a punto de ganarme aunque eso no es suficiente. Quizás la próxima vez no confíes tanto en la suerte, sino en lo que te he enseñado.
'¡Cristian!' dije hacia la puerta. '¡El Suso va a pagar la mesa!'

martes, noviembre 14

Rodillas peladas

‘Hace años que no veía la plaza tan vacía,’ murmuró con curiosidad un anciano. ‘¿Dónde están los niños?’
La respuesta estaba apenas a unas cuadras de distancia. Niños y niñas se habían reunido a ambos lados de la calle Matta, poco transitada aquel domingo, mientras que en medio de ésta aguardaban los que parecían mayores de ambos grupos. Los dos niños estaban montados en bicicletas, mirándose con rabia y con sus cuerpos enfrentando la ruta que llevaba cerro abajo.
‘El que llegue primero a Placeres gana,’ dijo el niño con voz altanera.
‘Lo que tú digas,’ repuso ella. ‘Te voy a demostrar que nosotras somos mejores.’
Tras esto los pequeños concentraron sus miradas en el camino, siendo alentados por los vítores de sus amigos. Una de las niñas se paró entre ambos sujetando sus bicicletas, esperó que ambos se prepararan –ella se amarró el pelo y se ajustó el casco, él revisó sus frenos– y cuando estuvieron listos los soltó para que iniciaran una frenética carrera cerro abajo.
Sin darse cuenta que eran seguidos por el resto de los niños (que gritaban para apoyar a su favorito) llegaron casi empatados a la plaza y despertaron al anciano que descansaba sentado en una de las bancas. ‘Se van a matar, niños tontos,’ gritó el viejo, pero pronto fue acallado por el grupo de niños que bajaba corriendo.
Una cuadra después de la plaza era la niña quien llevaba la ventaja, aunque no por mucho. A apenas dos cuadras de la meta el se apresuró y pasó a rozar la rueda trasera de la bicicleta de su competidora haciéndola perder el control. Por suerte la niña fue a aterrizar sobre un montón de arena que había sobre la vereda –seguramente la estaban usando en la construcción del edificio de la esquina de Matta y Montt– y sólo se raspó brazos y piernas.
Seguro ya de su victoria, el niño se despreocupó del camino al tiempo que dos jóvenes cruzaban la calle luego de salir de la botillería. En cuanto los vio, apretó fuertemente los frenos pero su bicicleta terminó arrastrándose por el suelo con él aún encima, deteniéndose a los pies de uno de los jóvenes que simplemente miró hacia abajo y dijo ‘Pendejo.’
Los otros niños ya habían desaparecido cuando los corredores se levantaron y comenzaron a recoger sus bicicletas y los pedazos de éstas que quedaron en el suelo. Sucios, adoloridos, avergonzados y con las rodillas sangrando volvieron a su casa rengueando, sin siquiera mirarse a los ojos. Moraleja: ni hombres ni mujeres son superiores que el otro, sólo diferentes. Competir sólo los lleva a perder.